Una rebelde en el Sahara.
Entre 1899 y 1904 una joven europea, disfrazada de beduino y oculta bajo el nombre masculino de Mahmud Saadi, recorría el Magreb a caballo para sorpresa de los nativos y escándalo de los occidentales. Por el día mantenía reuniones con místicos sufíes y por la noche frecuentaba los prostíbulos, en los que se dedicaba a observar a los hombres, amparada en su disfraz masculino. Fumaba kif y bebía alcohol, a pesar de haberse convertido a la religión islámica, y tuvo numerosos amantes europeos, turcos y árabes.
Isabelle Eberhardt nació en Ginebra en 1877. Su madre era una aristócrata alemana de origen ruso y su padre no fue el marido de su madre -el general Moerder- sino probablemente el preceptor de sus hermanos y amante de su madre, Alexander Nicolaievitch Trofimovsky, un sacerdote ortodoxo ruso, nihilista y amigo del anarquista Bakunin. Otra teoría la convierte en hija nada menos que de Rimbaud. Ni siquiera ella estuvo nunca segura de quién fue su padre y adoptó el apellido de su abuela materna. El tal Trofimovsky convivió varios años con la madre de Isabelle, pero no reconoció a ésta como su hija.
Su casa era centro de reunión de anarquistas, nihilistas, conspiradores y revolucionarios de distintas nacionalidades, y así no es de extrañar que saliera la niña como salió. Isabelle no fue a la escuela pero de Trofimovsky aprendió griego, latín, turco, ruso, árabe, alemán e italiano, además de filosofía, literatura, geografía, historia y nociones de medicina. La muchacha entabló por su cuenta relación con intelectuales árabes.
Tiene Isabelle veinte años cuando ella y su madre hacen las maletas, dejan tirado al truhán de Trofimovsky y se marchan a vivir a Argelia, entonces colonia francesa. Allí se convierten al Islam. Poco después Alá se lleva a la madre, que es sepultada en el cementerio musulmán. En esa época Isabelle publica sus primeros artículos y cuentos bajo diversos seudónimos. También es entonces cuando adopta por vez primera apariencia de hombre para colarse en las mezquitas a discutir con los mullah, actividad que alterna con otras -seguramente menos recomendables pero más divertidas- en los tugurios de la casbah argelina.
Hacia 1899, tras fracasar un intento de boda con un turco, se pone el mundo por turbante y se dedica a viajar por el Sahara. Un año después se establece en El Oued y conoce a Sliman, un suboficial de las tropas indígenas, que se convierte en su amante estable. Este era miembro de una secta sufí, a la que Isabelle también se apunta. Su forma de ser, liberada y contestataria, molesta por igual a franceses y árabes, hasta el punto de que un beduino intenta asesinarla a sablazos -supuestamente siguiendo órdenes de un ángel-, circunstancia que las autoridades coloniales aprovechan para expulsarla por alborotadora.
En Marsella se dedica a escribir cuentos, aunque su obra literaria nunca tuvo gran repercusión. Se casa con Sliman y adquiere así la nacionalidad francesa, lo que le permite regresar a Argelia. Allí vuelve a las andadas: se traviste, bebe alcohol, fuma kif, se ve envuelta en peleas de taberna y en romances extramatrimoniales, pero compagina todo ello con una vida espiritual dedicada a visitar eremitas.
No se sabe en qué estaría pensando el general Lyautey, cuando decide enviar a semejante pendón en misión diplomática ante unas cabilas rebeldes. Aunque Lyautey tampoco debía de ser un militar corriente, a juzgar por su opinión de Isabelle:
“Era lo que más me atrae del mundo: una rebelde. Encontrar a alguien que sea verdaderamente ella misma, fuera de cualquier prejuicio, cualquier cliché, y que pase por la vida tan liberada de todo, cual pájaro en el espacio, sí que regalo… ¡Amaba ese prodigioso temperamento de artista y todo lo que en ella hacía sobresaltar a los notarios, caporales y mandarines de cualquier calaña!”.
Opinión que yo mismo habría suscrito. Si hay un tipo de mujer que no soporto es la que se define a sí misma como “una chica normal”.
Sin embargo, la vida alegre empezó a pasar factura a nuestra heroína, que tuvo que ser hospitalizada aquejada de sífilis y paludismo. Al abandonar el hospital fue a vivir a Ain Sefra, al sur de Orán.
El 21 de octubre de 1904 el desbordamiento de dos oued anegó la ciudad, sepultándola en el barro y acabando con la vida de muchos de sus habitantes, incluida Isabelle.
“A Elisabeth Eberhardt, con el deseo de que este libro pese sobre su tumba lo que ella pesó sobre el desierto del Sahara: lo que el pétalo de una rosa” – Dedicatoria del libro La disparatada vida de Elisabeth de Luis Antonio de Vega (Ed. Afrosidio Aguado, 1944)