Por su privilegiada ubicación ha sido siempre un lugar militar estratégico, por lo que ha sido destruida varias veces.
En época romana, sobre el monte cercano a la pequeña ciudad de Cassino, situada a unos 130 km al sur de Roma, se levantaban dos templos, uno dedicado a Júpiter y el otro a Apolo, rodeados de un bosque sagrado. Hacia el año 529 ascendió al monte un santo varón que arrasó el bosque sagrado, derribó los templos de las divinidades paganas y, sobre sus ruinas, comenzó la construcción de un monasterio cristiano. Ese monje era San Benito de Nursia.
Benito, con la hermana Escolástica y unos pocos seguidores, permaneció el resto de su vida en el pequeño monasterio. Mientras los frailes construían una capilla y otros edificios, él escribía la regla de una nueva orden -la regla de San Benito o benedictina-, cuyo lema es el célebre ora et labora, “reza y trabaja”.

En el año 581 la abadía fue destruida por primera vez por los lombardos. Los monjes se refugiaron en Roma y no regresaron a Montecassino hasta el siglo VIII. Durante los siguientes doscientos años, la abadía funcionó cómo había querido San Benito, un sereno lugar de retiro, donde el trabajo y el estudio eran una fervorosa práctica.
En el año 744, se creó la llamada Terra Sancti Benedicti, cuya jurisdicción correspondía únicamente al abad, y por encima de él, solo al Papa. De este modo, el monasterio se convirtió en la capital de un verdadero estado.
Pero en 883 una nueva invasión destruyó el monasterio. Esta vez fueron los sarracenos, y la abadía no fue reconstruida sino a mediados del siglo siguiente. Enseguida retomó su ritmo, bajo el abad Desiderius, quien llegaría a ser el papa Víctor III.

Los monjes benedictinos desarrollaron una vasta obra en el campo de la cultura. Su labor fue tan importante que Montecassino se convirtió en uno de los centros de arte y estudio más importantes de Europa. Uno de sus mayores méritos fue el de conservar valiosas obras de la antigüedad, gracias a sus copistas. Aún existen ejemplares manuscritos, realizados por monjes de Montecassino, de algunos libros del historiador latino Tácito, y de tratados de Cicerón.
Pero las desgracias de la ya célebre abadía todavía no habían terminado. En 1349 fue nuevamente destruida, esta vez por un terremoto.
Durante los siglos siguientes, su actividad fue muy perturbada por las guerras y cambios políticos que convulsionaron la vida de toda la península italiana. No obstante, continuó ampliándose y enriqueciéndose. Pero de nuevo la abadía fue saqueada, esta vez por las tropas de Napoleón en 1799. Después de alcanzada la unidad de Italia, tuvo categoría de monumento nacional, confiado a la custodia de los monjes.
No obstante habría de sufrir todavía la destrucción más terrible: la ocasionada por las bombas de la aviación aliada durante la Segunda Guerra Mundial.


Tras los desembarcos en Salerno y Tarento en septiembre de 1943, el ejército aliado continuaba avanzando hacia Roma y empujando lentamente desde el sur hacia el norte a las fuerzas alemanas que ocupaban Italia. Los alemanes habían establecido su resistencia en una línea fortificada –la línea Gustav– que atravesaba toda la península a la altura de los ríos Garigliano y Sangro. La resistencia germana se mantenía firme y en el mando aliado surgió la convicción de que uno de los puntales del frente enemigo era Montecassino, que domina la vía Casilina, que conduce a Roma.
Se decidió bombardear intensamente la zona: en los días 15, 17 y 18 de febrero, en una serie de terribles incursiones aéreas, fueron arrojadas toneladas de bombas que devastaron completamente la montaña. El bombardeo no proporcionó ninguna ventaja militar a los aliados, pero produjo un grave daño a la cultura y al arte. No solamente fue destruida una gran parte del edificio, sino también numerosos frescos y cuadros que adornaban las paredes, así como muebles y ornamentos antiguos.


Afortunadamente se salvó el enorme tesoro constituido por los manuscritos y los libros, porque dos oficiales alemanes, cristianos, habían tenido la precaución de trasladarlo al Vaticano. Este patrimonio comprende 40.000 pergaminos (entre los cuales se encuentran los que datan del año 960 y contienen las primeras expresiones del idioma italiano); 2.000 códices, 252 incunables y unos 100.000 volúmenes, todos ellos de gran valor bibliográfico e histórico.
Al acabar la guerra fue reconstruida tal como era antes del bombardeo. Sus preciosos manuscritos, los códices, los incunables, se hallan de nuevo expuestos en sus salas, conservados en sus bibliotecas.