La beata Dolores

¿Bruja, hereje o una mujer demasiado liberal para su época?

María de los Dolores López, conocida como la beata Dolores, fue condenada en Sevilla por la Inquisición el 24 de agosto de 1781.

Aunque sus padres fueron piadosos cristianos, ella no siguió su ejemplo y ya a los doce años se escapó de casa para irse a vivir con su confesor. Pero a éste comenzó pronto a remorderle la conciencia. Murió cuatro años después, aterrorizado por la condena que el Diablo le tenía reservada por tan grave pecado.

Dolores era ciega, pero bella e inteligente; aprendió a leer y escribir sin que nadie la enseñase. Quiso entrar como organista en un convento de Carmelitas, pero no fue admitida. Entonces se trasladó a Marchena donde tomó los hábitos de beata. Sin embargo, como la cabra siempre tira al monte, Dolores repitió la historia y de nuevo se lió con su confesor, en este caso un sacerdote de Lucena. Esta vez, la autoridad tomó cartas en el asunto y el hombre fue detenido y encarcelado, siendo más tarde recluido en un convento de clausura para evitarle caer en nuevas tentaciones.

Privada de su amante, Dolores regresó a Sevilla donde persistió en su mala costumbre de mantener escarceos sexuales con miembros del clero, lo que en aquel entonces no estaba bien visto (hoy tampoco, aunque se suele hacer la vista gorda).

En esa época empezó a crearse fama de bruja. Se dice que preparaba extraños brebajes y que, en virtud de un pacto con el Diablo, era capaz de poner huevos; pero también que tenía gran prestigio entre el pueblo, ya que poseía dotes de adivinación y, siendo ciega, era capaz de ver lo que otros no veían.

Don Marcelino Menéndez y Pelayo rechaza las ideas que de ella tenía el pueblo, incluida su belleza:

“Todos estos accidentes no están mal calculados para excitar la conmiseración; lástima que sean todos falsos, ya que la beata Dolores no era bruja, sino mujer iluminada, secuaz teórica y práctica del molinosismo, bestialmente desordenada en costumbres so capa de santidad, y eso que por su belleza no podía excitar grandes pasiones, puesto que, además de ciega, era negrísima, repugnante y más horrenda que la vieja Cañizares del ‘Coloquio de los perros’.”

Goya. La prisionera (1797-1798)

Doce años después de volver a Sevilla, Dolores fue denunciada por uno de sus clérigos amantes, siendo ambos detenidos. Ella fue acusada de brujería.

La beata negó la acusación, afirmando mantener trato habitual con la Virgen y haber contraído matrimonio en el mismísimo cielo con Jesucristo, siendo testigos de la boda San José y San Agustín. Estos sólidos argumentos no convencieron a los inquisidores, que la condenaron a muerte. Dolores escuchó impasible la sentencia y aseguró que moriría como mártir, pero que al tercer día Dios bajaría a demostrar su inocencia.

Goya. No hubo remedio (1799)

Para terminar, cedo de nuevo la palabra a don Marcelino, que narra maravillosamente las circunstancias de la ejecución de Dolores:

“La beata salió al auto con escapulario blanco y coroza de llamas y diablos pintados, que aumentaban el horror de su extraña figura. Un fraile mínimo que iba cerca de ella, el P. Francisco Javier González, exhortaba a los circunstantes a que pidiesen a Dios por la conversión de aquella endurecida pecadora. Por todas partes sonaron oraciones y lamentos; sólo la beata permanecía impasible, contribuyendo su ceguera a lo inmutable de su fisonomía.

Acabada la lectura del proceso, subió al púlpito el P. Teodomiro Díaz de la Vega, del Oratorio, famoso en Sevilla por su piedad y ejercicios espirituales, e hizo breve plática al pueblo, mostrando la clemencia del Santo Oficio e implorando de nuevo las oraciones de los asistentes para que Dios se apiadase de aquella desventurada, moviendo su endurecido corazón a penitencia.»

«Hubo que amordazar a la beata para que no blasfemase y el P. Vega llegó a amenazarla con el crucifijo. Y no parece sino que esta sublime cólera labró de improviso en aquel árido espíritu, porque vióse a la beata prorrumpir súbitamente en lágrimas y, apenas llegada a la plaza de San Francisco, pedir confesión en altas voces, lo cual mitigó el rigor de la pena y dilató algunas horas el suplicio. Murió con muestras de sincero arrepentimiento, pidiendo a todos perdón por los malos ejemplos de su vida. Fue ahorcada y después entregado su cadáver a las llamas.”